lunes, 31 de agosto de 2009

El doble



Se está llevando a cabo un envenenamiento generalizado. No sé cómo se distribuye la toxina ni de qué modo nos la están inoculando, y sólo conjeturas puedo aventurar al respecto. En un principio pensé que lo que se tramaba estaría afectando únicamente a nuestros pensamientos, pero estoy comprobando con angustia hasta qué punto el veneno se encuentra en proceso de actuar sobre todas las vertientes de la realidad. Está corroyendo la misma materia.

            Durante los primeros días en los que comencé a tomar conciencia de todo esto me sorprendió, al principio, que en noticiarios televisivos o en documentales se hablara acerca de hechos del pasado en los que de repente habían desaparecido representativas figuras. No eran sólo personajes secundarios de los acontecimientos, sino a veces auténticos protagonistas y autores de los mismos los que dejaban de existir en la narración de los hechos, en los datos y en la cronología. Luego esto afectó no sólo a caracteres individuales sino a los acontecimientos enteros. No se mentía respecto a los sucesos del pasado ni se los tergiversaba: sencillamente desaparecían. Resultaba lógico, pues la supresión de figuras clave era como la retirada de una carta de la baraja en un castillo de naipes: la construcción depende de todos y cada uno de sus elementos, y arrebatado uno, todo se desmorona.

            Aquella guerra o ésta otra más reciente… ese conflicto en esa parte del mundo… ¿habían existido alguna vez? Luego mi memoria comenzó a fallar. Creía recordar perfectamente aquellos nombres, todos esos episodios que eran pasados por alto, pero al poco tiempo, quizás al día siguiente, ya no los recordaba con claridad.

            Hace unas semanas ha empezado lo peor de todo: libros enteros desaparecen de mi biblioteca. Entro a buscar un volumen y compruebo con un desagradable escalofrío que el ejemplar ya no está en su lugar. Pero realmente ¿yo tenía algún libro de aquel escritor italiano? ¿O no llegué a encargarlo nunca, a través de internet, a aquella librería anticuaria? ¿Y cómo se llamaba ese fulano? Guido de… ¿Pero llegó a escribir y a publicar algo aquel hombre peculiar? ¿No se trataba a fin de cuentas de un ermitaño aislado entre los montes, un erudito en estado salvaje que recibía a pedradas a los que intentaban acercarse para recabar de él alguna enseñanza? Sí, efectivamente creo recordar que así era… Sigamos pues adelante a por otras cosas… Sin embargo tanta duda ya me resulta alarmante, y no comprendo cómo puedo llegar a sentirme tan dubitativo ante la posible irrealidad de datos tan pormenorizados que, por ello mismo, no parecieran ser productos de mi imaginación, sino corresponder a complejas realidades. Y al buscar otros libros por mi casa me voy tropezando una y otra vez con ausencias y misteriosos huecos. Y siempre, seguidamente, de forma infalible, vengo a encontrarme después con un vacío en mi mente que nunca me responde cuando lo interrogo. Sin embargo, pese a algunos significativos y llamativos huecos, mi biblioteca sigue sin vaciarse del todo. Es como si algunos libros fueran sustituidos por otros, si bien no reconozco volúmenes nuevos en mis estanterías. Por lo visto nadie se está colando en mi domicilio de noche, a fin de cuentas, ni me está sustrayendo los libros. Sigo viendo abundantes lomos cubriendo los anaqueles, pero, con invariable precisión, es siempre aquello que en un momento dado estoy buscando con más interés lo que justamente no encuentro.

            Sospechando que todo esto tiene que ver con la desaparición de información y de datos en los medios de comunicación, recurro a los imponentes volúmenes de mi fiel enciclopedia. Compruebo que hay escritores que ya no figuran. Y nadie ha tachado sus nombres, ni arrancado páginas, ni emborronado con “típex” entradas del texto o columnas enteras de letra impresa. Sencillamente, la ordenación salta de un término a otro sin dejar un sitio a aquel apellido que debiera encontrarse ahí registrado y que yo recuerdo a la perfección haber visto, en una entrada consultada por mí en más de una ocasión.

            Lo que más me ha asustado en estos últimos días son las alteraciones del globo terráqueo. Me acerqué a la esfera terrestre que tengo en mi dormitorio, lustrosa como una gran fruta azulada, moteada con sus naciones multicolores, y confirmé que países enteros habían sido borrados por una mano desconocida. Sus irregulares superficies no estaban agresivamente raspadas ni emborronadas con pintura, pero sí que aparecían difuminadas manchas blancas en el lugar que ocuparían esas tierras, como si tales máculas hubieran surgido del propio objeto, segregadas desde el interior de la esfera. Naciones enteras de todos los continentes estaban desvaneciéndose en la nada. La terra incognita volvía al mapa mundi, como recorriendo el camino inverso que los descubrimientos geográficos le habían obligado a emprender en el siglo XIX. Acontecimientos históricos, nombres de personajes políticos, de escritores y de territorios: todo estaba esfumándose no sólo de los soportes materiales donde debieran hallarse registrados, sino que también estaban siendo borrados de las mentes. Yo mismo ya no conseguía recordar qué país asiático, africano o americano se extendía en el mismo lugar ocupado por esas manchas blancas que se multiplicaban en una metástasis del olvido, en la fase terminal de la más mortífera enfermedad del conocimiento.

            El mal se extiende como una lepra. Llegué a salir a la calle, desconfiando de mi propia cordura, y me subí a un autobús para ir al encuentro de unos conocidos que podrían sacarme de dudas. Los cristales del vehículo se hallaban marrones y casi opacos de suciedad. La mugre de la urbe entera va creciendo estos días, como si sobre toda la ciudad estuviera abatiéndose una constante lluvia de ceniza. Mi escapada tuvo un desasosegante fin, y mi turbación sólo pudo ir en aumento al comunicar mis inquietudes a otros: “¿La guerra de…?” eso nunca había tenido lugar, me decían… Tal o cual personaje les eran desconocidos. Novelas famosas hasta ayer mismo y obras poéticas de renombre habían desparecido del recuerdo de la gente: ni sus títulos pervivían en las memorias. Sí… quizás mis amistades tenían razón: tal vez yo había soñado con el título de ese libro de poesía, inexistente en realidad, que yo les mencionaba. Volví a mi casa, y llegué con mucha rapidez, porque o bien el autobús había variado su itinerario o bien muchas calles que creía recordar ya no existían. En cualquier caso, resultaba difícil hacerse idea del camino tomado por el vehículo visto el estado de opacidad en que se encontraban las sucias ventanas.



            Estoy cada vez más convencido de que todo esto tiene su origen en los televisores. Estas malignas cajas emisoras de radiaciones deben de estar bombeando frecuencias inauditas de ondas que invaden el cerebro, atacando sus funciones y sus reservas de recuerdos. Sospecho que la acción de este veneno puede estar apoyada por la de otros tóxicos cuyas dosis son suministradas a intervalos regulares por medio de la alimentación y el agua corriente. Es posible también que los envenenadores hayan encontrado el medio de propagar su infección por medios fotolumínicos a través de la red eléctrica de todos nuestros hogares. Aunque, como es obvio, todo esto no explicaría las desapariciones físicas (por el momento).

            Quizás lo más recomendable sea asistir a todos estos fenómenos con resignación, como ante el desmantelamiento de un tinglado que ya no tiene más utilidad una vez concluida la farsa que mal o bien se escenificó sobre sus tablas, desde siempre crujientes y mal claveteadas.

            En busca de las respuestas que de nadie obtenía hasta el momento, me he dirigido a última hora de esta misma tarde a internet. Me he sentado ante mi ordenador para encontrar ahí alguna explicación o contactar con alguien que presintiera algo o aventurara sospechas semejantes a las mías. Lo primero que me he encontrado en uno de los portales de información ha sido con una noticia local en la que figuraba mi nombre. Ahí en esa esquina, esas combinadas letras, tan familiares, que reunidas designan mi identidad, me han atraído con la fuerza de un imán haciéndome olvidar todo lo demás. Como en un titular de segundo orden de la página de un diario, se veía una pequeña foto, ampliable con un click al igual que la noticia. Sin pensármelo mucho he situado la flechita del cursor sobre el titular y he presionado el pulsador del ratón. ¿Cómo imaginar que ese simple gesto, esa pulsación tan suave de la yema de un dedo, liviana casi como una caricia, podría desencadenar en mí una desesperación que casi me haría llorar?

            Me habían hecho una entrevista, así se anunciaba en ese link. Pero nadie me había entrevistado jamás. Y sin embargo no había duda: la crónica daba noticia de mi nombre completo, mi fecha de nacimiento, mi ciudad, y citaba los títulos de mis libros publicados. Junto al artículo se desplegaban ante mí dos fotografías de buen tamaño en las que podía verse una figura que supuestamente era la mía: un hombre joven en apariencia, vestido con una americana de un color naranja pálido que yo no tengo en mi armario y que jamás he vestido. El semblante de este personaje (yo mismo, si creemos lo que aparece escrito) se veía pixelado y resultaba irreconocible. Me he acercado al monitor para escrutar algo a través de esos cuadrados de color carne que distorsionan mi imagen, pero nada he podido distinguir ni sacar en claro; ni siquiera adivinar cómo es esa cara.

            Me he enfurecido al comprobar que el entrevistado que parece usurpar mi personalidad expresa opiniones estéticas y literarias que no tienen nada que ver con las mías. Muestra admiración por escritores que desconozco por completo o que me disgustan desde siempre; y, en general, dice en esa entrevista una abigarrada multitud de disparates que no tienen nada que ver conmigo y que yo nunca diría.

            El extraño personaje aparece también en medio de un paisaje desconocido por completo para mí. Un inmenso cielo azul se extendía detrás de esta figura con mi nombre. En la primera foto se le veía en pie, y en la siguiente aparecía sentado sobre unas rocas, con un codo apoyado en la rodilla y las manos unidas, con los dedos ligeramente entrelazados. El difuminado rostro, emborronado informáticamente, parecía mirar a lo lejos. Detrás de él, en ambas fotos, se elevaban unas ruinas de piedra de una tonalidad blanquísima que resaltaba contra el azul profundo del cielo.

3 comentarios:

zoon dijo...

purtroppo non conosco lo spagnolo, lo intuisco e basta. volevo solo ringraziare della traduzione e di tutti gli apprezzamenti fatti :)

un abbraccio, grazie ancora e a presto!

Olga Bernad dijo...

Impotencia ante la memoria y la conciencia brutalmente usurpada, o lo que es peor, usada como juego siniestro.
Angustia leerlo, intuir la verdad es estar completamente solo.
Muy, muy eficaz.
Te felicito, Ángel.
Un abrazo.

Ángel Sobreviela dijo...

Justamente, Olga. No hay soledad más angustiosa que aquella de quien ve el horror oculto tras los velos de la realidad. Y qué decir cuando la propia memoria nos traiciona y el recuerdo se vuelve enemigo...
Esto se repite en diversa escala: en la vida individual y en la colectiva.
Un paso más y estamos en el dolor de Casandra, el de quien ve acercarse la degradación y la posterior aniquilación mientras nadie cree sus palabras.