lunes, 31 de agosto de 2009

El doble



Se está llevando a cabo un envenenamiento generalizado. No sé cómo se distribuye la toxina ni de qué modo nos la están inoculando, y sólo conjeturas puedo aventurar al respecto. En un principio pensé que lo que se tramaba estaría afectando únicamente a nuestros pensamientos, pero estoy comprobando con angustia hasta qué punto el veneno se encuentra en proceso de actuar sobre todas las vertientes de la realidad. Está corroyendo la misma materia.

            Durante los primeros días en los que comencé a tomar conciencia de todo esto me sorprendió, al principio, que en noticiarios televisivos o en documentales se hablara acerca de hechos del pasado en los que de repente habían desaparecido representativas figuras. No eran sólo personajes secundarios de los acontecimientos, sino a veces auténticos protagonistas y autores de los mismos los que dejaban de existir en la narración de los hechos, en los datos y en la cronología. Luego esto afectó no sólo a caracteres individuales sino a los acontecimientos enteros. No se mentía respecto a los sucesos del pasado ni se los tergiversaba: sencillamente desaparecían. Resultaba lógico, pues la supresión de figuras clave era como la retirada de una carta de la baraja en un castillo de naipes: la construcción depende de todos y cada uno de sus elementos, y arrebatado uno, todo se desmorona.

            Aquella guerra o ésta otra más reciente… ese conflicto en esa parte del mundo… ¿habían existido alguna vez? Luego mi memoria comenzó a fallar. Creía recordar perfectamente aquellos nombres, todos esos episodios que eran pasados por alto, pero al poco tiempo, quizás al día siguiente, ya no los recordaba con claridad.

            Hace unas semanas ha empezado lo peor de todo: libros enteros desaparecen de mi biblioteca. Entro a buscar un volumen y compruebo con un desagradable escalofrío que el ejemplar ya no está en su lugar. Pero realmente ¿yo tenía algún libro de aquel escritor italiano? ¿O no llegué a encargarlo nunca, a través de internet, a aquella librería anticuaria? ¿Y cómo se llamaba ese fulano? Guido de… ¿Pero llegó a escribir y a publicar algo aquel hombre peculiar? ¿No se trataba a fin de cuentas de un ermitaño aislado entre los montes, un erudito en estado salvaje que recibía a pedradas a los que intentaban acercarse para recabar de él alguna enseñanza? Sí, efectivamente creo recordar que así era… Sigamos pues adelante a por otras cosas… Sin embargo tanta duda ya me resulta alarmante, y no comprendo cómo puedo llegar a sentirme tan dubitativo ante la posible irrealidad de datos tan pormenorizados que, por ello mismo, no parecieran ser productos de mi imaginación, sino corresponder a complejas realidades. Y al buscar otros libros por mi casa me voy tropezando una y otra vez con ausencias y misteriosos huecos. Y siempre, seguidamente, de forma infalible, vengo a encontrarme después con un vacío en mi mente que nunca me responde cuando lo interrogo. Sin embargo, pese a algunos significativos y llamativos huecos, mi biblioteca sigue sin vaciarse del todo. Es como si algunos libros fueran sustituidos por otros, si bien no reconozco volúmenes nuevos en mis estanterías. Por lo visto nadie se está colando en mi domicilio de noche, a fin de cuentas, ni me está sustrayendo los libros. Sigo viendo abundantes lomos cubriendo los anaqueles, pero, con invariable precisión, es siempre aquello que en un momento dado estoy buscando con más interés lo que justamente no encuentro.

            Sospechando que todo esto tiene que ver con la desaparición de información y de datos en los medios de comunicación, recurro a los imponentes volúmenes de mi fiel enciclopedia. Compruebo que hay escritores que ya no figuran. Y nadie ha tachado sus nombres, ni arrancado páginas, ni emborronado con “típex” entradas del texto o columnas enteras de letra impresa. Sencillamente, la ordenación salta de un término a otro sin dejar un sitio a aquel apellido que debiera encontrarse ahí registrado y que yo recuerdo a la perfección haber visto, en una entrada consultada por mí en más de una ocasión.

            Lo que más me ha asustado en estos últimos días son las alteraciones del globo terráqueo. Me acerqué a la esfera terrestre que tengo en mi dormitorio, lustrosa como una gran fruta azulada, moteada con sus naciones multicolores, y confirmé que países enteros habían sido borrados por una mano desconocida. Sus irregulares superficies no estaban agresivamente raspadas ni emborronadas con pintura, pero sí que aparecían difuminadas manchas blancas en el lugar que ocuparían esas tierras, como si tales máculas hubieran surgido del propio objeto, segregadas desde el interior de la esfera. Naciones enteras de todos los continentes estaban desvaneciéndose en la nada. La terra incognita volvía al mapa mundi, como recorriendo el camino inverso que los descubrimientos geográficos le habían obligado a emprender en el siglo XIX. Acontecimientos históricos, nombres de personajes políticos, de escritores y de territorios: todo estaba esfumándose no sólo de los soportes materiales donde debieran hallarse registrados, sino que también estaban siendo borrados de las mentes. Yo mismo ya no conseguía recordar qué país asiático, africano o americano se extendía en el mismo lugar ocupado por esas manchas blancas que se multiplicaban en una metástasis del olvido, en la fase terminal de la más mortífera enfermedad del conocimiento.

            El mal se extiende como una lepra. Llegué a salir a la calle, desconfiando de mi propia cordura, y me subí a un autobús para ir al encuentro de unos conocidos que podrían sacarme de dudas. Los cristales del vehículo se hallaban marrones y casi opacos de suciedad. La mugre de la urbe entera va creciendo estos días, como si sobre toda la ciudad estuviera abatiéndose una constante lluvia de ceniza. Mi escapada tuvo un desasosegante fin, y mi turbación sólo pudo ir en aumento al comunicar mis inquietudes a otros: “¿La guerra de…?” eso nunca había tenido lugar, me decían… Tal o cual personaje les eran desconocidos. Novelas famosas hasta ayer mismo y obras poéticas de renombre habían desparecido del recuerdo de la gente: ni sus títulos pervivían en las memorias. Sí… quizás mis amistades tenían razón: tal vez yo había soñado con el título de ese libro de poesía, inexistente en realidad, que yo les mencionaba. Volví a mi casa, y llegué con mucha rapidez, porque o bien el autobús había variado su itinerario o bien muchas calles que creía recordar ya no existían. En cualquier caso, resultaba difícil hacerse idea del camino tomado por el vehículo visto el estado de opacidad en que se encontraban las sucias ventanas.



            Estoy cada vez más convencido de que todo esto tiene su origen en los televisores. Estas malignas cajas emisoras de radiaciones deben de estar bombeando frecuencias inauditas de ondas que invaden el cerebro, atacando sus funciones y sus reservas de recuerdos. Sospecho que la acción de este veneno puede estar apoyada por la de otros tóxicos cuyas dosis son suministradas a intervalos regulares por medio de la alimentación y el agua corriente. Es posible también que los envenenadores hayan encontrado el medio de propagar su infección por medios fotolumínicos a través de la red eléctrica de todos nuestros hogares. Aunque, como es obvio, todo esto no explicaría las desapariciones físicas (por el momento).

            Quizás lo más recomendable sea asistir a todos estos fenómenos con resignación, como ante el desmantelamiento de un tinglado que ya no tiene más utilidad una vez concluida la farsa que mal o bien se escenificó sobre sus tablas, desde siempre crujientes y mal claveteadas.

            En busca de las respuestas que de nadie obtenía hasta el momento, me he dirigido a última hora de esta misma tarde a internet. Me he sentado ante mi ordenador para encontrar ahí alguna explicación o contactar con alguien que presintiera algo o aventurara sospechas semejantes a las mías. Lo primero que me he encontrado en uno de los portales de información ha sido con una noticia local en la que figuraba mi nombre. Ahí en esa esquina, esas combinadas letras, tan familiares, que reunidas designan mi identidad, me han atraído con la fuerza de un imán haciéndome olvidar todo lo demás. Como en un titular de segundo orden de la página de un diario, se veía una pequeña foto, ampliable con un click al igual que la noticia. Sin pensármelo mucho he situado la flechita del cursor sobre el titular y he presionado el pulsador del ratón. ¿Cómo imaginar que ese simple gesto, esa pulsación tan suave de la yema de un dedo, liviana casi como una caricia, podría desencadenar en mí una desesperación que casi me haría llorar?

            Me habían hecho una entrevista, así se anunciaba en ese link. Pero nadie me había entrevistado jamás. Y sin embargo no había duda: la crónica daba noticia de mi nombre completo, mi fecha de nacimiento, mi ciudad, y citaba los títulos de mis libros publicados. Junto al artículo se desplegaban ante mí dos fotografías de buen tamaño en las que podía verse una figura que supuestamente era la mía: un hombre joven en apariencia, vestido con una americana de un color naranja pálido que yo no tengo en mi armario y que jamás he vestido. El semblante de este personaje (yo mismo, si creemos lo que aparece escrito) se veía pixelado y resultaba irreconocible. Me he acercado al monitor para escrutar algo a través de esos cuadrados de color carne que distorsionan mi imagen, pero nada he podido distinguir ni sacar en claro; ni siquiera adivinar cómo es esa cara.

            Me he enfurecido al comprobar que el entrevistado que parece usurpar mi personalidad expresa opiniones estéticas y literarias que no tienen nada que ver con las mías. Muestra admiración por escritores que desconozco por completo o que me disgustan desde siempre; y, en general, dice en esa entrevista una abigarrada multitud de disparates que no tienen nada que ver conmigo y que yo nunca diría.

            El extraño personaje aparece también en medio de un paisaje desconocido por completo para mí. Un inmenso cielo azul se extendía detrás de esta figura con mi nombre. En la primera foto se le veía en pie, y en la siguiente aparecía sentado sobre unas rocas, con un codo apoyado en la rodilla y las manos unidas, con los dedos ligeramente entrelazados. El difuminado rostro, emborronado informáticamente, parecía mirar a lo lejos. Detrás de él, en ambas fotos, se elevaban unas ruinas de piedra de una tonalidad blanquísima que resaltaba contra el azul profundo del cielo.

martes, 25 de agosto de 2009

Poesía y prosa de Gabriele D'Annunzio


(D'Annunzio durante la ocupación de Fiume en 1919, hace justamente 90 años)

Incluyo aquí esta intervención mía acerca de la poesía y prosa de D'Annunzio. Ofrecí esta breve charla el 23 de Enero de este año en uno de los actos del "Colectivo Espoleta", el cual plantea un formato de encuentro literario sumamente variado, donde siempre puede hallarse algo de interés cuando no iluminadoras sorpresas. El texto que recojo aquí, en mi blog personal, ya se había publicado en el blog del "Colectivo Espoleta" cuyo enlace puede verse en la columna de la derecha. Confío en que las dificultades no les desanimen, y en que los creadores de esta idea vuelvan a preparar nuevos encuentros.
Una de las secciones fijas de los mismos era "Inéditos e inauditos", donde un poeta de Caesaraugusta era invitado para hablar acerca de un poeta de su elección que tuviera como característica el ser inédito en España, en todo o en parte de su obra, o bien encontrarse en estado "inaudito" como víctima de un prolongado olvido.
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INÉDITOS E INAUDITOS:
GABRIELE D’ANNUNZIO (1863-1938)


(…)

¿Quién es este poeta, este Gabriele D’Annunzio, figura central en la historia de la literatura italiana, cuyo nombre llevan colegios o aeropuertos italianos y que apenas es conocido hoy entre nosotros? A comienzos del siglo XX sí que fue muy leído en España, especialmente sus novelas, las cuales aún pueden hallarse a través de internet en viejas ediciones. Y recientemente, se ha reeditado una exitosa novela de la escritora mejicana Bertita Harding narrando la historia de amor de D’Annunzio con la famosa actriz Eleonora Duse, la rival de Sarah Bernhardt. (Vida de la Duse y D'Annunzio, ed. Nortesur, 2008)
Se podría hablar por tanto de su intensísima vida erótica y de su enorme lista de amantes. Pero también se le podría presentar aludiendo a cualquier faceta de su apasionante biografía, por ejemplo como aviador, o como combatiente voluntario en la Primera Guerra Mundial. Tras la contienda, él y sus excombatientes prosiguieron una lucha política de reivindicación nacionalista y revolucionaria. Se tenía la convicción de que los aliados, y en especial el Imperio Británico, le habían birlado a Italia los frutos de la victoria, tratándola como a una nación de ínfima categoría. Se podría hablar de sus difíciles relaciones con el fascismo, del que se le ha considerado inspirador, aliado, pero también severo crítico interno, conciencia disconforme del régimen de Mussolini. Nunca perteneció al partido fascista, siendo tal vez el único hombre a quien Mussolini llegó a temer, debido a su influencia en la opinión pública. Se dice que cuando el poeta murió cargado de años, y justo un año antes de la Segunda Guerra Mundial, el Duce exclamó: “¡Por fin!”.

Pero quiero hablar de la escasa distinción que hay en este autor entre su poesía y su prosa, echando un rápido vistazo al modo en que confluyen estas dos vertientes. Me centraré por tanto en la fuerza del estilo, porque más allá de las simpatías o antipatías biográficas que un poeta pueda inspirar, es la cualidad de su estilo aquello que le otorga un puesto en la historia literaria.

D’Annunzio es un puente tendido entre dos épocas, el final del siglo XIX y un comienzo del siglo XX que es acompañado del estallido de la modernidad. Su formación fue la de un hombre del XIX. Como artista, proviene de los últimos ecos del Romanticismo, del lenguaje directamente heredado de los simbolistas, y de los venenos refinados y sensuales del Decadentismo. Pero su aprendizaje de madurez, sus vivencias intelectuales y la relación que estableció entre su literatura y su época pertenecen ya plenamente al siglo XX. D’Annunzio fue fiel a cada metamorfosis del espíritu del tiempo, y su obra se transforma progresivamente y va asimilando las nuevas necesidades expresivas: pero esto no como una influencia recibida por las generaciones más jóvenes, sino por una necesidad interior concordante con las experiencias de su época convulsa y con el despliegue literario de nuevos lenguajes para un tiempo nuevo. Asimila nuevas formas a la vez que agota las antiguas por propia exhaustividad en su cultivo. Es por tanto, junto a Joyce y Proust, un escritor que revienta la escritura decimonónica desde dentro, sin llegar a pertenecer a las vanguardias históricas aunque dejando en ellas su impronta. El lenguaje dannunziano, a partir de la segunda década del siglo XX, influye de modo inesquivable en la primera y más pura vanguardia, la de Marinetti y el futurismo, y también en otro poeta poco conocido, Dino Campana. No es casual que James Joyce quisiera aprender italiano para leer a D’Annunzio en versión original, ni que los ecos del lenguaje dannunziano se hagan notar en El retrato del artista adolescente. Dublineses es un libro que tiene mucho en común con Los cuentos del río Pescara, y no es, por cierto, superior a ellos. Estos relatos de Gabriele fueron traducidos por Ángel Sánchez Gijón, recientemente fallecido (el padre de la actriz, Aitana Sánchez Gijón), y no deja de sorprender gratamente ver a un comunista traduciendo a D’Annunzio.
Cultivó todos los géneros. Poesía, novela, teatro, memorias, artículos, ensayo político, la llamada “prosa d’arte”…. Pero siempre fue poeta por encima de todo. Las virtualidades de la poesía le acompañaban incluso al escribir novela. Una vez demostrada en la juventud su pericia como narrador por medio de sus relatos y de su primera novela Il Piacere (El placer, 1889), fue avanzando hacia el romanzo-poema (novela-poema), donde la acción va reduciéndose en importancia a cambio de la exposición de un complejo entramado de sensaciones e ideas que van desarrollándose a través de un discurso lírico, donde sólo los diferentes personajes, su diverso sentir (que aporta una pluralidad de puntos de vista) y su deambular por ámbitos cargados de significados metafóricos nos recuerdan que estamos en una novela.
Pere Gimferrer ha llamado a D’Annunzio, con razón, “obseso de la palabra”. Y este obseso, poéticamente, practicó todas las formas y géneros: así los sonetos clásicos y perfectos de su serie “Las ciudades del silencio”, donde las ciudades históricas de la Toscana aparecen como en los cuadros metafísicos de Giorgio de Chirico, desprovistas de figuras, como si las propias ciudades fueran un personaje en sí mismas. También trabajó el drama en verso, como en El martirio de San Sebastián, al que puso música su amigo Claude Debussy. Llegó hasta la utilización ya moderna del verso libre, la diversidad métrica y los polirritmos en Los Laudes de la tierra, del mar, del cielo y de los héroes. Su narrativa lírica y su lenguaje poético confluyen a partir de la segunda década del siglo XX ya mencionada, en sus escritos más importantes: sus libros de memorias. En ellos alcanza en mi opinión su cumbre expresiva, y son sus creaciones más personales y fecundas. Son justamente estos libros los que no han sido publicados nunca en España y es por eso por lo que hay un D’Annunzio que está aquí hoy entre vosotros, y que se presenta en estas líneas, prácticamente inédito e inaudito.
A lo largo del siglo XX, la crítica ha constatado reiteradamente la artificial distinción que puede llegar a haber entre poesía y prosa. En un tiempo donde la lectura solitaria y en silencio de la poesía sustituye a la oralidad, la poesía conoce un nuevo ritmo y discurrir, y puede perfectamente sobrevivir en un lenguaje de prosa aparente. La poesía se despoja de todos los atavíos clásicos en una metamorfosis constante. Así, una de las obras maestras de D’Annunzio, un libro de memorias y a la vez diario de guerra titulado Nocturno, de 1921, es incluido en ocasiones dentro de sus libros de poesía. Es un libro único escrito en condiciones extraordinarias, con el autor gravemente herido en acción aérea de combate y casi ciego. Llegamos a la condensación expresiva y al vuelo de la imaginación y la analogía. Su estilo abandona el barroquismo decadentista, la profusión de subordinadas al estilo de Proust, y se torna sobrio, o como ha dicho un historiador de las letras: “enjuto y nervioso”.
A partir de 1912 comienzan a aparecer por entregas en el “Corriere della Sera” sus Faville del maglio, (Chispas del martillo), prosas de divagación y recuerdo, luego reunidas en tres tomos. En estas obras es tan poeta como en sus libros de versos.

He traducido un pasaje del primero de ellos, Il venturiero senza ventura (El aventurero sin ventura), donde hay una evocación de Miguel Ángel, de su alegoría de la Noche en las tumbas mediceas, y de la lucha de Jacob con el ángel del Señor, según el Génesis:

(De IL VENTURIERO SENZA VENTURA. Traduzco de la edición italiana de Mondadori, PROSE DI RICERCA, pags. 1132-1133 ):

“ Camino a la ventura. El olivar es para mí como un pueblo afligido y convulso. (…) Anochece. Alguien comienza de nuevo a luchar con el ángel. No Jacob sino, aquí en la proximidad de las canteras, junto a un grupo de picapedreros, quien talló el Crepúsculo, el cincelador de la Noche. Breve tiempo luchó Jacob con aquel ángel nocturno, el cual por no poder vencerlo le dislocó el hueso del muslo. Pero el Buonarroti combatió contra su ángel toda su vida, desde cada ocaso a cada amanecida. Y cada vez también a él su ángel le decía: “Déjame marchar, porque ya despunta el alba”. Y cada vez él respondía: “No te dejaré marchar, hasta que no te haya esculpido, yo a ti, tú a mí.”
Y lucha todavía. Por estos montes, por estos bosques, por estos pedregales lucha todavía. Le he visto, le veo plantando en tierra aquellos pies suyos que con las uñas salvajes agujerean la suela; y a cada sacudida le vuelan plumas celestes en torno a la frente contraída.
Si la lucha es arte, el arte es lucha. Lo sé. Me complace sufrir tanto. Y si él me viese me amaría. Lo veo. Cierro aún los ojos. Me detengo todavía. Me aprieto contra un olivo descarnado y nervudo como el luchador. Jadeo y sufro como él. “¿Cuál es tu nombre? Declárame tu nombre”. Oír más allá, ver más allá, son los indicios de mi enfermedad inmortal.
“En tu pecho secreto acoge almas reencendidas por el ardor de la vida”.”

(La Noche, de Miguel Ángel)
En su vejez, D’Annunzio aspira ya a la escritura total, más allá de los géneros. Un ejemplo de ello es su último libro, Las 100 y 100 y 100 y 100 páginas del libro secreto de Gabriele D’Annunzio tentado de morir (1935), más conocido simplemente como El libro secreto. Un libro que lo mismo podía tener 400 páginas que mil. Un estilo que no se configura en torno a un plan, una voz que comienza a cantar y no se detiene, extendiendo variaciones amplias y arabescos insólitos. Un estilo, por tanto, que evoca lo infinito y parece compartir algo de él. Por ello no es de extrañar que su discurso divagante y sin límites, multiforme, cristalice en ocasiones en verso clásico de forma natural, y que aparezcan incrustados poemas oscuros y sibilinos que recuerdan a los poemas de la última etapa de Hölderlin, en sus años de locura. La prosa puede pasar al verso, en hexámetros medidos clásicamente, con total fluidez, como prolongación lógica… y con la misma naturalidad vuelve luego a entonar su ritmo irregular y fluctuante. En El libro secreto hay varios de estos poemas, todos con el mismo título de NOCTIVAGUM MELOS, esto es, melodía “noctívaga” o sonámbula…


NOCTIVAGVM MELOS.

Non so. non chiedo. non indago l'ombra.
Nulla è di qua, nulla è di là dal velo.
La menzogna è la druda dell'oblio.
Nell 'antitempio è il traffico del dio.
Ogni prece è un mezz'òbolo di cielo.
Supino sul mio letto vilipeso,
figura di bassissimo rilievo,
occupo l'arca che non ha coperchio.
Nessun asceta infondo al suo deserto
seppe scarnirsi mai come scarnire
io mi seppi. non ho nulla soverchio:
non la cera pe' moccoli. non peso
nelle braccia di quelli che, se degni
di me, non piangeranno. eccomi illeso
tra l'alba prima e la non prima morte.
Come ho l'odio e l'amore della sorte
ho in dispregio il passato e I 'avvenire.

Se tra l'odio e l'amore della sorte
io senza fede vivo e senza tema,
'pulvis et umbra', polvere non ombra,
aridità che dona e non iscema,
perché m'è l'alba imagine di morte?
L'una e l'altra mi sono arte del cielo?
È di entrambe misura la mia fronte?
L'estremo sonno mi consacra a Delo:
della mia compiutezza è statuario.
Non vena di carrara, non di pario
non alabastro, non cristal di monte:
una sostanza di vivente gelo.
L'alba fuga il mio mito antelucano.
Pur mi sovviene di quell'istmo arcano,
senza pentathlo, senza aganoteti,
senza la numerosa ode e l'uliva
umiliate al giocator di pugna,
dov'io solo cantai me stesso invitto.


Se incluye aquí una evocación de los juegos olímpicos y píticos de la Antigüedad, con el recuerdo de la figura del agonotetis (árbitro sacral de los juegos), de las odas de Píndaro y de las coronas de olivo silvestre concedidas a los atletas vencedores.
(Traducción de Julio Gómez de la Serna, el hermano de Ramón, aparecida en México, con algunas correcciones y retoques míos):

NOCTIVAGVM MELOS.

No sé. No pregunto. No indago la sombra.
Nada hacia acá, nada hacia allá del velo.
La mentira es la concubina del olvido.
En el atrio del templo está el comercio del dios.
Toda plegaria es medio óbolo de cielo.
Tumbado sobre mi lecho vilipendiado,
figura de bajísimo relieve,
ocupo la tumba sin tapa.
Ningún asceta en el fondo de su desierto
supo enflaquecer nunca como yo
supe enflaquecer. No tengo tapa alguna:
ni la cera para los cabos. No peso
en los brazos de los que, aunque dignos
de mí, no llorarán. Heme aquí ileso
entre el alba primera y la no primera muerte.
Así como el odio y el amor del destino,
siento desprecio por el pasado y el porvenir.

Si entre el odio y el amor del destino,
yo sin fe vivo y sin temor,
“pulvis et umbra”, polvo, no sombra,
sequedad que da y que no mengua,
¿por qué es para mí el alba imagen de muerte?
¿la una y la otra son para mí arte del cielo?
¿Y es medida por ambas mi frente?
El sueño extremo me consagra a Delos;
es el estatuario de mi perfección.
Ni vena de Carrara, ni de Paros;
ni alabastro ni cristal de roca:
una substancia de viviente hielo.
El alba huye de mi mito antelucano.
Aunque recuerdo aquel istmo arcano,
sin pentathlon y sin agonotetis,
sin la numerosa oda y la oliva
humilladas al jugador de lucha,
donde yo sólo me cantaré a mí mismo, invicto.



miércoles, 19 de agosto de 2009

La tortuga



Me encontraba sentado ante una mesa en medio de una sala, iluminada con fuerza por tubos fluorescentes, y cuyo suelo y paredes se hallaban cubiertos con baldosas blancas. Manos extrañas me iban pasando ante la vista diferentes platos de comida que yo rechazaba uno tras otro. Intentaba ver el rostro de aquél o aquéllos que se me acercaban, pero nunca lo conseguía. Creo recordar que una pereza invencible me poseía como encadenándome a la inercia, impidiéndome incluso levantar la vista de la mesa. Finalmente, un aroma a empanada logró vencerme. Comí entonces ese algo envuelto y rebozado, que me resultó muy sabroso.

            A partir de ese momento lo que comenzaron a entregarme, con pausada cadencia, fueron dibujos extraños. Una gran cantidad de láminas iba pasando por mis manos: yo contemplaba una ilustración hasta que otra me era entregada, y conforme las recibía y estudiaba, las iba apilando con orden sobre la mesa. Algunos de estos dibujos formaban series que ilustraban raras formas de objetos desconocidos para mí, de función y utilidad incomprensibles, los cuales eran representados desde diferentes puntos de vista. Y esto me alarmó, porque esa pluralidad de perspectivas para un mismo modelo, por muy desconocido que éste me pareciera, demostraba una familiaridad y un realismo que contrastaban con la deformidad de los objetos y figuras que ahí se plasmaban. Aunque la mayoría de las veces las láminas representaban simples artefactos aparentemente inanimados, en ocasiones se llegaban a identificar seres vivos, pero siempre de especies inverosímiles e irreconocibles. Esa intención de reflejar de manera exhaustiva, desde todos los ángulos posibles, las diversas facetas visuales de objetos y seres parecía delatar un deseo de adueñarse de los mismos, de aprehender la totalidad de su naturaleza, por lo que se reforzaba la sensación de que aquellas cosas eran reales.

Me decía a mí mismo: “si alguien, dibujando, se ha tomado la molestia de retratar con tamaña minuciosidad todas estas cosas, es que tales cosas existen”. Esto me causaba un susto inicial que dio paso a un peculiar enfurecimiento ante la sospecha, precisamente, de que semejantes rarezas y extravagancias no fueran creaciones de la imaginación. Más en concreto, me producía una misteriosa rabia la evidencia de que nunca, en los años de mi vida, se me hubiera informado de la existencia de aquellas cosas: ni en la escuela, ni en el cine, televisión, libros, conversaciones, en la vida cotidiana…

            Por último, ponían en mis manos una cartulina que me sobresaltaba, despertando en mí un desasosiego de naturaleza impenetrable: consistía en la imagen de una gran tortuga con un inmenso caparazón. Cada gruesa placa de ese caparazón lucía manchas negras que resaltaban sobre un fondo blanco mezclado con reflejos caprichosos de luz, reproducidos con habilidad por el artista. Era una lámina de gran formato y presentaba un dibujo meticuloso en su detallismo, donde cada particularidad de aquel ser quedaba registrada con extrema fidelidad. De toda la extensión de aquella cobertura córnea del animal destacaba, en el centro, una placa amplia en cuya mancha negra podía identificarse, perfilado con nitidez, el mapa de Europa. En la siguiente cartulina que era colocada ante mis ojos se veía al animal de frente. Pude observar así con detalle su cara, en nada semejante a lo que yo podía haber conocido en otros ejemplares y especies de tortugas. Pues en esos rasgos de reptil se adivinaba que podrían llegar a reflejarse pensamientos y a expresarse emociones, como en los rasgos faciales de un ser humano. Puedo decir que aquél era en verdad un rostro, el de un ser dotado de conciencia: un semblante con expresión torva, claramente humana, donde destacaban unos insolentes ojos rojizos de una malignidad amenazante.