“Sabe rezar quien bien ama
al hombre, a la bestia y al pájaro”
COLERIDGE.
Ángel Gracia nuevamente. ARAR, se titula el libro (ed. Prames, y acaba de salir). Erial, Fiemo, Sementera y Laya son las partes de este discurso. La naturaleza nos otorga aún el papel pautado donde escribir nuestra música.
La condición humana es condición mortal (vivir se conjuga en condicional). Pensar supone sentenciar nuestro yo, saberlo condenado: “vivos y muertos eran gemelos”. Ni todas las lecturas del mundo nos separarán ni un centímetro del mismo destino que aguarda al labrador sin libros. En nuestra carne se inscribe nuestra condena, aunque también muchos de nuestros goces, como el de “simplemente” contemplar.
Vivir es contemplar la vida, ser testigo de “un deshacerse y un rehacerse”, exactamente como delante del poema (propio o ajeno, pues leer es como escribir y viceversa, ya lo sabemos o deberíamos saberlo); como ante la sucesión de los poemas propios y los de los otros, donde “las partículas sin centro entrechocan” (primer poema del libro) y hacen inevitables los fenómenos. Éstos son reales y lo son también cuando sobreviven en el poema, en el libro.
Los dos poemas iniciales de ARAR son dos jambas, pórtico necesario que explica también la autosuficiencia de todos los libros o ésa a la que aspiran los mejores de entre ellos. El libro no leído, no leído ya o no leído nunca, está ya cerrado y organizado justamente como un organismo.
La muerte nos ciega, o debería hacerlo. ¿Qué mirar después de haber mirado la muerte? Esto nos preguntamos cuando nos vemos de vuelta de todo: “De vuelta” es el poema de la página 17. La respuesta se nos plantea antes de la pregunta, justo en el poema anterior, y ahí la tenemos si hemos sabido registrarla en el ánimo.
El océano de lo que ha sido rodea lo que aún es. Los muertos están todos en el mismo lugar, pero no se conocieron en vida (la distancia geográfica es como la de las eras) y del mismo modo se desconocen en la muerte. No obstante, todos cantan en el mismo coro, y ésta tal vez sea la imagen que se dibuja en el lector al leer el poema “Donde deben estar” (p. 16). Algunos fueron “deshuesados, prensados” por la historia, ofrenda sangrienta no del vivir, sino de los proyectos de vivir de una manera determinada y propia. La rima de este tema se encontraría en el poema “Ciclo”, de la página 45. Pesa dolorosamente en el lector la constatación de que, al igual que la muerte (incomprensiblemente) no nos ciega, “Los que dieron muerte volverían hacerlo” (p.18). Pero esto es historia, y se sale del marco de un libro que es fundamentalmente campesino, y que por tanto vive fuera de la ciudad y de la historia, como diría Spengler.
Lo dado-lo asumido-lo vivido- lo trabajado.
El viaje es siempre desde un dolor hacia otro, y el “otro” es siempre reflejo del propio existir maltrecho: “El hombre va” (p. 19).
La muerte no detiene el tiempo sino que es una permanente duración del mismo, esto también se nos recuerda (p.17), al igual que la ceguera nos predice antes de tiempo (del fin de nuestro tiempo) dónde va a acabar todo.
Entre tanto, la muerte rodea lo vivo. Pero esto último, cuando muere, no conoce una única muerte común. Porque no hay muchos ríos volcados manriquianamente en un solo mar, sino todo lo contrario YA: “Hay un río fluyendo hacia todos los mares” (p.27).
No hay un todo mayor que la suma de sus partes, y la luz puede existir más allá de los colores que aviva e incluso más allá de su blancura (“Credenciales”). Sobre esto volveremos luego. También páginas adelante, camino arriba, se habla de “separar los días de su luz” (p.46).
Si el Erial es lo dado, lo que hemos recibido como legado al abrir los ojos, (hay un poema que precisamente se titula “Dador”), el Fiemo es la sucia lección de la experiencia, asunción de lo vivido… los Cantos de experiencia. Su segundo poema es una “Lección matinal”. Mirar y asumir lo que se pudre. Excursión con el padre. Arranca la biografía.
Y es que lo vivo requiere el testimonio, lo pide a su manera. Así, el poeta retrata a su padre (pp. 30-31), es testigo de las cabriolas del “Treparriscos” (p.32), y en el único poema de amor del libro (tan púdico que apenas se reconoce como tal), los amantes se abrazan “espiados por las entrañas de la rosa” (en imagen muy eliotiana), por la sustancia primordial que nutre todo lo natural vivo.
al hombre, a la bestia y al pájaro”
COLERIDGE.
Ángel Gracia nuevamente. ARAR, se titula el libro (ed. Prames, y acaba de salir). Erial, Fiemo, Sementera y Laya son las partes de este discurso. La naturaleza nos otorga aún el papel pautado donde escribir nuestra música.
La condición humana es condición mortal (vivir se conjuga en condicional). Pensar supone sentenciar nuestro yo, saberlo condenado: “vivos y muertos eran gemelos”. Ni todas las lecturas del mundo nos separarán ni un centímetro del mismo destino que aguarda al labrador sin libros. En nuestra carne se inscribe nuestra condena, aunque también muchos de nuestros goces, como el de “simplemente” contemplar.
Vivir es contemplar la vida, ser testigo de “un deshacerse y un rehacerse”, exactamente como delante del poema (propio o ajeno, pues leer es como escribir y viceversa, ya lo sabemos o deberíamos saberlo); como ante la sucesión de los poemas propios y los de los otros, donde “las partículas sin centro entrechocan” (primer poema del libro) y hacen inevitables los fenómenos. Éstos son reales y lo son también cuando sobreviven en el poema, en el libro.
Los dos poemas iniciales de ARAR son dos jambas, pórtico necesario que explica también la autosuficiencia de todos los libros o ésa a la que aspiran los mejores de entre ellos. El libro no leído, no leído ya o no leído nunca, está ya cerrado y organizado justamente como un organismo.
La muerte nos ciega, o debería hacerlo. ¿Qué mirar después de haber mirado la muerte? Esto nos preguntamos cuando nos vemos de vuelta de todo: “De vuelta” es el poema de la página 17. La respuesta se nos plantea antes de la pregunta, justo en el poema anterior, y ahí la tenemos si hemos sabido registrarla en el ánimo.
El océano de lo que ha sido rodea lo que aún es. Los muertos están todos en el mismo lugar, pero no se conocieron en vida (la distancia geográfica es como la de las eras) y del mismo modo se desconocen en la muerte. No obstante, todos cantan en el mismo coro, y ésta tal vez sea la imagen que se dibuja en el lector al leer el poema “Donde deben estar” (p. 16). Algunos fueron “deshuesados, prensados” por la historia, ofrenda sangrienta no del vivir, sino de los proyectos de vivir de una manera determinada y propia. La rima de este tema se encontraría en el poema “Ciclo”, de la página 45. Pesa dolorosamente en el lector la constatación de que, al igual que la muerte (incomprensiblemente) no nos ciega, “Los que dieron muerte volverían hacerlo” (p.18). Pero esto es historia, y se sale del marco de un libro que es fundamentalmente campesino, y que por tanto vive fuera de la ciudad y de la historia, como diría Spengler.
Lo dado-lo asumido-lo vivido- lo trabajado.
El viaje es siempre desde un dolor hacia otro, y el “otro” es siempre reflejo del propio existir maltrecho: “El hombre va” (p. 19).
La muerte no detiene el tiempo sino que es una permanente duración del mismo, esto también se nos recuerda (p.17), al igual que la ceguera nos predice antes de tiempo (del fin de nuestro tiempo) dónde va a acabar todo.
Entre tanto, la muerte rodea lo vivo. Pero esto último, cuando muere, no conoce una única muerte común. Porque no hay muchos ríos volcados manriquianamente en un solo mar, sino todo lo contrario YA: “Hay un río fluyendo hacia todos los mares” (p.27).
No hay un todo mayor que la suma de sus partes, y la luz puede existir más allá de los colores que aviva e incluso más allá de su blancura (“Credenciales”). Sobre esto volveremos luego. También páginas adelante, camino arriba, se habla de “separar los días de su luz” (p.46).
Si el Erial es lo dado, lo que hemos recibido como legado al abrir los ojos, (hay un poema que precisamente se titula “Dador”), el Fiemo es la sucia lección de la experiencia, asunción de lo vivido… los Cantos de experiencia. Su segundo poema es una “Lección matinal”. Mirar y asumir lo que se pudre. Excursión con el padre. Arranca la biografía.
Y es que lo vivo requiere el testimonio, lo pide a su manera. Así, el poeta retrata a su padre (pp. 30-31), es testigo de las cabriolas del “Treparriscos” (p.32), y en el único poema de amor del libro (tan púdico que apenas se reconoce como tal), los amantes se abrazan “espiados por las entrañas de la rosa” (en imagen muy eliotiana), por la sustancia primordial que nutre todo lo natural vivo.
¿Pero en qué cree Ángel Gracia?
¿Lo animal nos dará lecciones sobre cómo morir? (“Hebras de heno”, p. 29). Sin embargo el hombre es capaz de pensar, algo que la naturaleza no puede hacer respecto a sí misma y consigo misma, y parece que Ángel Gracia es consciente de ello en “Atajos”. Tal vez profundice en ello con el tiempo. “A veces mueren objetos que pertenecían al pensamiento” se dice en “Credenciales”(p.25). Es cierto que hay pensamientos que se nos mueren dentro como mascotas, pero hay también órdenes de pensamientos que se extinguen como especies enteras. Sólo el hombre puede imaginar que el río remonta su corriente y regresa hacia su origen, en metáfora nuevamente eliotiana; los harapos del río son aquéllos que cubría Hölderlin (los que le encargamos cubrir) unas páginas antes. Hölderlin… quien creía estar en el secreto de todas las abundancias, como Stefan George después.
Pero hubo que interpretar también el papel de Celan para saber lo que es la mendicidad. Ángel Gracia conoce sus limitaciones: hay un río invisible que une la tierra, sus hojas, y el cielo a través de las lluvias muy altas. Este poema es muy importante, como lo es todo pensamiento que llega, conoce y reconoce sus límites. Hölderlin es un niño eterno que aspira a ser rayo y río: el río puede ser el Rin o el Ebro… “que sepa estar en pie bajo el rayo”, decía nuestro hermano… ¿Os acordáis? Ser río es algo que para el poema de hoy es problemático: “No sé cómo trazar el río”, “No sé cómo ser río” (p.41).
Este Ángel no concibe habitar más allá de lo que no sea vida: “los destellos arrinconan el sol y lo abandonan” (“Torrentera”, p. 48). Lo iluminado vive ignaro de la luz. Ese “ser parte de la naturaleza” no es un abandono, también implica responsabilidad y coherencia, una consciencia de los límites, por lo menos. La naturaleza le habita como el sol habita la hoja y ve su interior: “Fuente”, p.48. La luz fluye invisible ya por sus órganos como a través de los troncos (en el poema “Fuente”, de la p.48, y en “Troncos huecos” en la 52). Ángel no cree en el “pitrayana”, la vía de los padres y de la rueda de aquello que vuelve siempre en la cadena de la carne: “Nunca regreses” (p.48)… Pero no nos dice nada del “devayana” o camino de la inmortalización. Es únicamente humano, y a su modo: “la mano no admite poda ni brote”, no desciende ni tampoco asciende, satisfecho de sí, aunque ésta sea una satisfacción nada autocomplaciente, difícil de conquistar, lograda sólo en la desembocadura, cuando la propia existencia es el delta del río, cuando se recogen los frutos (la desembocadura aparece en el poema “Frutos”, p.55). Este es un libro radicalmente positivo, que afirma y acepta.
Hacia la tierra y el humus se inclina el hombre para trabajar, la bestia para abrevar, el hombre y la bestia para yacer. Algo hay que faltaría en esta sucesión de erial-fiemo-sementera-laya: el sentido transversal que las cuatro partes atravesara, el significado que los ensarte. Pero no es Hölderlin quien nos habla, sino Scardanelli, ya cegado por la luz. De lo divino nada sabe Ángel Gracia o nada dice. Sobre la contemplación y las constataciones cíclicas del campesino o sobre el camino del nómada (camino siempre igual a sí mismo) no se funda la ciudad, pero ésta es tarea de otros libros.
En “Claridad”, la extinción es el desvanecimiento de lo vivo-visible, cuando la luz ciega en el contraluz y borra la silueta de lo vivo. “Me incendio de blancura” (p.60). Esto mismo vi en un documental sobre Gustav Mahler: en el momento de relatar su muerte prematura, se veía una foto fija del compositor sobre un fondo de cielo claro… De pronto, el rasgado de la cuerda orquestal, escalofriante, acompañaba a un emborronamiento de la imagen, donde la figura del músico se adelgazaba, devorada por la claridad del fondo hasta que ésta prevalecía en el marco de la pantalla borrando por completo la figura; la música alcanzaba entonces un armónico exultante y apacible a la vez.
Esto viene a cuento porque la realización puede coincidir con el fin, y para asegurar el puesto en la vida, la gastamos y ocupamos pronto nuestro sitial allá abajo: “Para cavar mi espacio en el subsuelo, / para alzarme, trabajo” (p.59)
El último verso de la obra, “Aro, camino sobe lo arado” (p. 61) es la declaración de humildad de quien quiere ser “blanco que labra / invisible en el blanco”, p.58, consciente de su caducidad.
El lenguaje de ARAR, es sutilmente diferente del de Valhondo y El libro de los ibones. Se torna más discursivo, es menos epifánico y más didáctico. Seguramente es debido al cultivo de la prosa por parte del autor (¡“ante las ruedas” es una expresión que aparece en la p. 46!).
Obra maestra.
(Otro artículo de este mismo blog sobre Ángel Gracia:
http://angelsobreviela.blogspot.com/2009/06/poetas-de-caesaraugusta-iv-angel-gracia.html)
Presentación de Arar:
Zaragoza, FNAC, Plaza de España,
martes 20 de Abril a las 20'00 h.
2 comentarios:
Me gusta. Ansío leerlo, y espero desbordarme a la vez que ese río de la vida y de la muerte, del vitalismo y del escepticismo.
Bien dicho, Manuel.
"Aremos" lo que podamos...
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