Este fue el primer libro de Michael Moorcock que leí, cuando aún estaba en la Universidad. Tal vez sea el más leído de su autor, y no sólo por ser de los mejores sino por constituir oficialmente el inicio de la saga dedicada a su personaje más destacable, Elric: esto es, no el primer libro publicado del ciclo, sino el arranque de la biografía del personaje (1972).
En aquel momento el libro me pareció insignificante y me disgustó profundamente. Un amigo mío, fan de Moorcock, me pedía que le cediese el ejemplar, pues ya por entonces los libros de la colección “Fantasy” de Martínez Roca estaban descatalogados (hoy alcanzan cifras abusivas en las librerías de segunda mano y son muy buscados por los aficionados). Sin embargo, me gustaba tanto la ilustración de la portada que nunca fui capaz de regalar el libro (ya me había arrepentido de regalar algunos libros de mi propiedad en años pasados). Ahora me congratulo de esa indecisión mía y de haber retenido el volumen a pesar de que su lectura no colmó mis expectativas.
A pesar de todo, pasando los años, advertí que había imágenes de esa novelita que no abandonaban mi memoria y que me parecían raros hallazgos de inventiva: en especial no podía olvidarme de aquella extraña arma defensiva para una ciudad… el Espejo de los Recuerdos, el cual, enfocado hacia los atacantes desde el punto más alto de la ciudad, les privaba de memoria dejándolos indefensos y fuera de combate, con el cerebro tan vacío como el de un bebé… Y sobre todo recordaba el modo con el que Elric se abrió paso en la toma de la ciudad: por las calles avanzaron guerreros ciegos, combatientes que se guiaban por el sentido del oído, el olfato y la intuición, y seguidos por otros que portaban yelmos totalmente cerrados y sin visera. Qué idea y qué secuencia tan geniales, me dije…También quedó fija en mi memoria la aparición de Arioco, señor del Caos, invocado por Elric a través de un conjuro: en un principio, una mosca parece haberse colado en la estancia; luego, el insecto mira fijamente y de cerca al protagonista… se trata del bello demonio invocado, que opta por tomar formas cambiantes.
Cuando, bastantes años después, un capricho de horas bajas y paro forzoso me hizo abrir de nuevo el libraco, éste me entusiasmó y leí seguidamente otros del autor. Me dejé arrastrar confiadamente. Moorcock abundaba en invenciones y situaciones fantasiosas tan originales como las que me habían cautivado.
Es famoso el primer párrafo de esta breve novela donde suceden tantas cosas:
“Su carne es del color de una calavera blanqueada al sol y el largo cabello que le cae sobre los hombros es de un blanco lechoso. En su testa ahusada y hermosa destacan dos ojos sesgados, tristes y de color carmesí. Y de las amplias mangas de su blusón amarillo surgen dos manos delgadas, también del color del hueso, que descansan en los brazos de un trono esculpido en un único e inmenso rubí.
Los ojos carmesí muestran preocupación y, de vez en cuando, una mano se alza para tocar un yelmo ligero, colocado sobre la cabellera blanca, un yelmo fabricado con una aleación oscura y verdosa exquisitamente batida hasta darle la forma de un dragón a punto de emprender el vuelo. Y, en la mano que acaricia la corona con gesto ausente, luce un anillo con un raro solitario de piedra de Actorios cuyo corazón cambia a veces perezosamente y toma nuevas formas como si fuera humo dotado de conciencia, tan inquieto en su prisión diamantina como el joven albino en su Trono de Rubí. “
En aquel momento el libro me pareció insignificante y me disgustó profundamente. Un amigo mío, fan de Moorcock, me pedía que le cediese el ejemplar, pues ya por entonces los libros de la colección “Fantasy” de Martínez Roca estaban descatalogados (hoy alcanzan cifras abusivas en las librerías de segunda mano y son muy buscados por los aficionados). Sin embargo, me gustaba tanto la ilustración de la portada que nunca fui capaz de regalar el libro (ya me había arrepentido de regalar algunos libros de mi propiedad en años pasados). Ahora me congratulo de esa indecisión mía y de haber retenido el volumen a pesar de que su lectura no colmó mis expectativas.
A pesar de todo, pasando los años, advertí que había imágenes de esa novelita que no abandonaban mi memoria y que me parecían raros hallazgos de inventiva: en especial no podía olvidarme de aquella extraña arma defensiva para una ciudad… el Espejo de los Recuerdos, el cual, enfocado hacia los atacantes desde el punto más alto de la ciudad, les privaba de memoria dejándolos indefensos y fuera de combate, con el cerebro tan vacío como el de un bebé… Y sobre todo recordaba el modo con el que Elric se abrió paso en la toma de la ciudad: por las calles avanzaron guerreros ciegos, combatientes que se guiaban por el sentido del oído, el olfato y la intuición, y seguidos por otros que portaban yelmos totalmente cerrados y sin visera. Qué idea y qué secuencia tan geniales, me dije…También quedó fija en mi memoria la aparición de Arioco, señor del Caos, invocado por Elric a través de un conjuro: en un principio, una mosca parece haberse colado en la estancia; luego, el insecto mira fijamente y de cerca al protagonista… se trata del bello demonio invocado, que opta por tomar formas cambiantes.
Cuando, bastantes años después, un capricho de horas bajas y paro forzoso me hizo abrir de nuevo el libraco, éste me entusiasmó y leí seguidamente otros del autor. Me dejé arrastrar confiadamente. Moorcock abundaba en invenciones y situaciones fantasiosas tan originales como las que me habían cautivado.
Es famoso el primer párrafo de esta breve novela donde suceden tantas cosas:
“Su carne es del color de una calavera blanqueada al sol y el largo cabello que le cae sobre los hombros es de un blanco lechoso. En su testa ahusada y hermosa destacan dos ojos sesgados, tristes y de color carmesí. Y de las amplias mangas de su blusón amarillo surgen dos manos delgadas, también del color del hueso, que descansan en los brazos de un trono esculpido en un único e inmenso rubí.
Los ojos carmesí muestran preocupación y, de vez en cuando, una mano se alza para tocar un yelmo ligero, colocado sobre la cabellera blanca, un yelmo fabricado con una aleación oscura y verdosa exquisitamente batida hasta darle la forma de un dragón a punto de emprender el vuelo. Y, en la mano que acaricia la corona con gesto ausente, luce un anillo con un raro solitario de piedra de Actorios cuyo corazón cambia a veces perezosamente y toma nuevas formas como si fuera humo dotado de conciencia, tan inquieto en su prisión diamantina como el joven albino en su Trono de Rubí. “
La fortaleza de la Perla (1989):“¿Existe un valeroso señor, engendrado por el destino, capaz de portar viejas armas, de ganar nuevos estados, y desgarrar las murallas que santifica el Tiempo, de arrasar antiguos templos como mentiras santificadas, de quebrar su orgullo, perder su amor, destruir su raza, su historia, su musa, y, tras renunciar a la paz en favor del esfuerzo, dejar sólo un cadáver que hasta las moscas rechazan?
Crónica de la Espada Negra”
La venganza de la Rosa (1991):
“Pero ahora tuvo que soportar su dolor y luchar contra su debilidad mientras el
dragón lo transportaba hacia la desagradable negrura situada más allá de la luna, y
un solo, prolongado y lento rayo plateado acuchilla la oscuridad, y un solo y agudo
retemblar de tormenta rompe el silencio de la noche, y el dragón hembra levanta
la cabeza, bate sus monstruosas alas y ruge un repentino desafío a esos
improbables elementos...
... Mientras, Elric aúlla las viejas y salvajes canciones de los señores del
Dragón, y se eleva, en una sensual simbiosis, con el gran reptil, para salir de la
noche y penetrar en la cegadora gloria de una tarde de verano.”
Stormbringer (Portadora de tormentas, 1965):“El antiguo fervor impío de los desaparecidos reyes de Melniboné se reflejó en los rostros de los dos parientes cuando se pusieron a cantar antiguas canciones de guerra y sus espadas gemelas se unieron a sus voces produciendo una turbadora melodía de destrucción y maldad. Con los labios entreabiertos, que revelaban los blancos dientes, los ojos carmesíes que brillaban con un ardor amenazante y el blanco cabello agitado por el viento abrasador, Elric levantó la espada hacia el cielo y volviéndose, se dirigió a sus compañeros:
— ¡Y ahora, amigos míos, veréis cómo los antiguos de Melniboné conquistaron al hombre y al demonio para gobernar el mundo durante diez mil años!
Moonglum pensó en aquel momento que Elric se merecía el apodo de Lobo que le habían puesto hacía mucho tiempo en el Oeste. Toda la fuerza del caos que llevaba dentro se había apoderado por completo de él. Supo que Elric ya no se sentía dividido en cuanto a sus lealtades, que en él no había ya ningún conflicto. La sangre de sus antepasados lo dominaba, y tenía el mismo aspecto que ellos debieron de haber tenido siglos antes cuando las demás razas de la humanidad huían de ellos, temerosas de su magnificencia y de su maldad. Dyvim Slorm parecía presa del mismo arrebato. Moonglum lanzó una sentida plegaria a los pocos dioses buenos que pudieran quedar en el universo para que Elric fuera su aliado y no su enemigo.”
Moorcock señaló en su momento que su personaje se encontraba en la misma línea tradicional del héroe-villano de corte byroniano. En efecto, el lector culto advertirá en la situación emocional de fondo del personaje (causante de la muerte de su amada, atormentado heredero de una vieja estirpe ante cuyo recuerdo se siente culpable y a la vez, contradictoriamente, en rebeldía) y en sus capacidades hechiceriles (con dominio sobre los espíritus de los elementos: aire, tierra, agua y fuego) que el modelo que se adivina detrás es el Manfred (1817) de Byron, y el de alguna otra obra del romántico inglés (Sardanápalo, 1821).
También resulta justificadamente famoso el visionario inicio de cada uno de los libros de la primera Trilogía de Corum Jaehlen Irsei:
“En aquellos días había océanos de luz, ciudades en el cielo y salvajes bestias voladoras de bronce. Había manadas de ganado carmesí que bramaban y eran más altas que castillos. Había cosas chillonas y repugnantes que infestaban ríos salvajes. Era un tiempo en que los dioses se manifestaban en nuestro mundo con todos sus atributos; un tiempo de gigantes que caminaban sobre el agua; de duendes sin mente y criaturas deformes que podían ser convocadas por un pensamiento mal calculado y que sólo podían ser alejadas con el dolor de algún terrible sacrificio; un tiempo de magia, fantasmas, naturaleza inestable, sueños frustrados, pesadillas corpóreas.
Era un tiempo rico y oscuro. El tiempo de los Señores de las Espadas. El tiempo en que los Vadhagh y los Nhadragh, enemigos seculares, se extinguían. El tiempo en que el Hombre, esclavo del miedo, emergía sin darse cuenta de que gran parte del terror que experimentaba era consecuencia simplemente de su nacimiento.”
Quienes afirman que todos los protagonistas de Moorcock están cortados por el mismo patrón y son intercambiables no parecen haber leído con atención las novelas. Corum es un servidor del Orden en la primera Trilogía, al contrario que Elric (vasallo de Arioco, uno de los Señores del Caos), y su carácter le muestra preferentemente bajo los rasgos de un ángel bueno, que se ofrece en repetidos sacrificios personales por la defensa de la raza humana en su segunda Trilogía. Se diferencia de Elric en que no abandona la confianza en un racionalismo de tono ilustrado y humanista, carece de la agresividad innata de Elric (la cual el albino no logra reprimir pese a intentarlo) y en que no es un buen combatiente. Me atrevería a decir que a Corum le define, al igual que decía de sí mismo Rimbaud asimilándose a sus antepasados galos, “la torpeza en la lucha”.
Segunda Trilogía:
“Y sólo cuando veían a Corum, pálido y pensativo, con la cabeza inclinada como si intentara captar una voz que sus oídos no lograban capturar, pensaban en la tragedia de aquellas historias y en los grandes corazones que se habían detenido para siempre sirviendo a su raza.
Y entonces los moradores de Caer Mahlod callaban y se entristecían, y comprendían la enormidad del sacrificio que el príncipe vadhagh llamado Corum de la Mano de Plata había hecho por su causa.”
“Y sólo cuando veían a Corum, pálido y pensativo, con la cabeza inclinada como si intentara captar una voz que sus oídos no lograban capturar, pensaban en la tragedia de aquellas historias y en los grandes corazones que se habían detenido para siempre sirviendo a su raza.
Y entonces los moradores de Caer Mahlod callaban y se entristecían, y comprendían la enormidad del sacrificio que el príncipe vadhagh llamado Corum de la Mano de Plata había hecho por su causa.”
(Continuará...)
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